Cuentan, que en una isla vivían todas las emociones humanas, todas. Vivía allí la misericordia y el miedo, el amor y el odio, vivía tambi
Cuentan, que en una isla vivían todas las emociones humanas, todas.
Vivía allí la misericordia y el miedo, el amor y el odio, vivía también la sabiduría, el conocimiento, la previsión, la vanidad, la tristeza, todas vivían en esa isla.
Un día, un día la sabiduría reunió a todos los habitantes de la isla y les dijo:
— Señoras y señores, tengo una mala noticia para darles: la isla se hunde. Esta isla va desaparecer para siempre y aquellos que no la abandonen desaparecerán, también, del corazón del hombre.
Todas las emociones que vivían en la isla se angustiaron y preguntaron:
— Pero ¿Estás segura Sabiduría? ¿No puede haber error? —dijo la Desconfianza.
— La Sabiduría nunca se equivoca —dijo la Conciencia, dándose cuenta de la verdad—. Si ella dice que se hunde, debe ser porque se hunde.
— ¿Y entonces que hacemos? —preguntaron los demás.
La Sabiduría contestó:
— Bueno, ustedes deberían dedicarse a construir un barco, un bote, una balsa o algo que les permita irse, a una isla lejana. La Previsión y yo ya hemos construido un avión y en cuanto termine de decir esto, volaremos a la otra isla.
Dicho esto, la Sabiduría se subió al avión con su socia y, llevando de polizón al Miedo, que no es zonzo y ya se había escondido en el avión, la Sabiduría y la Previsión dejaron la isla.
Todas las emociones, en efecto, se dedicaron a construir un bote, un barco, un velero, algo que les permita dejar el lugar; todas… menos el Amor.
Porque el amor estaba tan relacionado con cada cosa de la isla que dijo:
— Dejar esta isla… después de todo lo que viví aquí ¿Cómo podría yo dejar este arbolito, por ejemplo? Ah, compartimos tantas cosas…
Y mientras las emociones se dedicaban a fabricar el medio de irse, el Amor se subía a cada árbol, olió cada rosa, se fue hasta la playa y se revolcó en la arena como solía hacer en otros tiempos. Tocó cada piedra y acarició cada rama.
Al llegar a la playa, excatamente al lugar desde donde el sol salía, su lugar favorito, quiso pensar con esa ingenuidad que tiene el amor:
— Quizás la isla se hunda por un ratito y después resurja ¿podría pasar no?
Y se quedó días y días midiendo la altura de la marca, para revisar si el proceso de hundimiento no era reversible. Pero la isla se hundía cada vez más.
Sin embargo, el Amor no podía pensar en construir nada, porque estaba tan dolorido que sólo era capaz de llorar y gemir por lo que perdería.
Se le ocurrió entonces que la isla era muy grande y que, aún cuando se hundiera un poco, él siempre podría refugiarse en la zona más alta.
Cualquier cosa era mejor que tener que irse. Una pequeña renuncia nunca había sido un problema para él.
Así que una vez mas, tocó las piedrecitas de la orilla y se arrastró por la arena y, otra vez, se mojó los pies en la pequeña playa.
Luego, sin darse cuenta demasiado de su renuncia, caminó hacia la parte norte de la isla, que si bien no era la que más le agradaba, era la más elevada.
La isla se hundía cada día un poco más, y el Amor se refugiaba cada día en un lugar más pequeño.
— ¡Después de tantas cosas que pasamos juntos! —le reprochó a la isla.
Hasta que, finalmente, solo quedó una minúscula porción de suelo firme; el resto había sido tapado completamente por el agua.
Recién en ese momento, el amor se dio cuenta de que la isla se estaba hundiendo de verdad.
Comprendió que, si no dejaba la isla, el amor desaparecería para siempre de la faz de la tierra.
Entonces, caminando entre senderos anegados y saltando enormes charcos de agua.
Ya no había posibilidades de construirse una salida como la de todos; había perdido demasiado tiempo en negar lo que perdía y en llorar lo que desaparecía poco a poco ante sus ojos.
El amor se dirigió a la bahía, desde allí podría ver pasar a sus compañeras en las embarcaciones. Tenía la esperanza de explicar su situación y de que alguna de ellas lo comprendiera y lo llevara.
Buscando con los ojos en el mar, vio venir el barco de la Riqueza y le hizo señas.
Se acercó la Riqueza que pasaba en un lujoso yate y el Amor dijo:
— ¡Riqueza llévame contigo!, Yo sufrí tanto la desaparición de la isla que no tuve tiempo de armarme un barco.
La Riqueza contestó:
— No puedo, hay mucho oro y plata en mi barco, no tengo espacio para ti. Lo siento.
Y siguió camino, sin mirar atrás.
Le pidió ayuda a la Vanidad, a la que vió venir en un barco hermoso, lleno de adornos, caireles, mármoles y florecitas de todos los colores, que también venia pasando:
— Vanidad por favor ayúdame.
Y la Vanidad le respondió:
— Imposible Amor, es que tienes un aspecto… estás tan desagradable, tan sucio, y tan desaliñado. Perdón, pero afearías mi barco —y se fue.
Pasó la Soberbia, que al pedido de ayuda contestó:
— Quítate de mi camino o te paso por encima.
Como pudo, el Amor se acerco al yate del Orgullo y, una vez mas, solicito ayuda.
La respuesta fue una mirada despectiva y una ola casi lo asfixia.
Entonces, el Amor pidió ayuda a la Tristeza:
— ¿Me dejas ir contigo?
La Tristeza le dijo:
— Ay Amor, tu sabes que estoy taaaan triste que cuando estoy así prefiero estar sola.
Pasó la Alegría y estaba tan contenta que ni siquiera oyó al Amor llamarla.
Desesperado, el Amor comenzó a suspirar, con lágrimas en sus ojos.
Se sentó en el pedacito de isla que quedaba, a esperar el final.
De pronto, el Amor sintió que alguien chistaba:
— Chst, Chst, Chst.
Era un desconocido viejito que le hacía señas desde un bote a remos. El Amor se sorprendió:
— ¿Es a mi? —preguntó, llevándose una mano al pecho.
— Sí, sí —dijo el viejito—, es a ti. Ven, sube a mi bote, rema conmigo que yo te salvo.
El Amor lo miró y le quiso explicar.
— Lo que pasó, es que yo me quedé…
— Yo entiendo —dijo el viejito sin dejarlo terminar la frase— ¡Sube!.
El amor subió al bote y juntos empezaron a remar para alejarse de la isla.
No pasó mucho tiempo antes de poder ver como el último centímetro de la isla se hundía y desaparecía para siempre.
— Nunca volverá a existir una isla como esta —murmuró el amor, quizás esperando que el viejito lo contradijera y le diera alguna esperanza.
— No —dijo el viejo— como ésta, nunca; en todo caso, diferentes.
Cuando llegaron a la isla vecina, el Amor se sentía tan aliviado que olvidó preguntarle su nombre.
Cuando se dio cuenta y quiso agradecerle, el viejito había desaparecido.
Entonces el Amor, muy intrigado, fue en busca de la Sabiduría para preguntarle:
— ¿Cómo puede ser? Yo no lo conozco y él me salvó. Todos los demás no comprendían que hubiera quedado sin embarcación, pero él me salvó, me ayudó y yo ahora, no sé ni siquiera quién es.
Entonces la Sabiduría lo miró largamente a los ojos, y le dijo:
— Es el único capaz de conseguir que el amor sobreviva cuando el dolor de una pérdida le hace creer que es imposible seguir. Es el único capaz de darle una nueva oportunidad al amor cuando parece extinguirse. El que te salvó, Amor, es El Tiempo.
Fuente: Mis Reflexiones.
https://www.misreflexiones.org/amor/la-isla-de-las-emociones/